EL REGALO DE NAVIDAD

Espacio dedicado a aquellos comandantes que gusten de escribir y leer relatos sobre submarinos y aventuras marineras.

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Leovigildo
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EL REGALO DE NAVIDAD

Llegó a su alojamiento en la base de submarinos de Lorient totalmente mareado, como si caminase a ras del suelo, como sucede en algunos sueños en los que se avanza despacio y casi ingrávido, contra el aire, como si uno nadara en lugar de andar.

Y no era fácil precisamente luchar contra el aire aquella noche, pues el viento se colaba por la bocana del puerto y se afanaba en anestesiarle con el evidente aroma marino, húmedo y frío, como el que sabía que tendría la próxima semana, justo el día de Navidad. Más o menos 200 millas al sureste del cabo Farewell, dependiendo de la hora en que partiera el U-Boot al día siguiente, si es que esos ineptos del servicio meteorológico terminaban de dar el informe sobre el mejor momento para evitar a los aviones ingleses a la caza del alemán…

Todo lo sucedido le parecía tan absurdo e incomprensible que pensó que quizá lo había soñado. Pero no lo había soñado. Y tampoco era consecuencia del alcohol que los franceses le habían estafado. La prueba estaba en aquel opresivo desafío de papel, que guardaba ridículamente en el bolsillo derecho de la chaqueta de su uniforme de servicio.

Sintió no haberlo destruido en el mismo instante en el que lo leyó tras recoger el correo. Sólo cuando reparó en que no parecía estar totalmente destruido sino sólo burlonamente replegado sobre sí mismo recordó la extravagante declaración. O quizá no tan extravagante... En el fondo, aquella proposición casi resultaba coherente, pues su oferta no resultaba particularmente extraordinaria inscrita en el marco de todos los acontecimientos descabellados de los últimos meses.

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“25 de diciembre de 1942. Habitación 342. Isabelle”.

La noche que llegó a la Sala de Fiestas del hotel Kaiserhof a principios de aquel año estaban los mismos que habían echado anclas allí desde que empezó la guerra. Y como fuera Herr Enero estaba cómodo en Berlín, se empañaron al entrar sus gafas, dejándole en una momentánea niebla durante la que soñó que con su desaparición accedería a una de esas grandes noches en que la vida bulle y existe un brío desbocado en el corazón. Pero pronto las lentes - que no le libraron de la guerra- volvieron a enfocar con claridad y vio que seguía todo más o menos igual y que olía a madera encerada y también, un poco, a tertulia convencional. Un poco como el resto de los días durante aquel permiso que ¿disfrutaba? en la capital del Imperio convocado por algunos de los jefazos de la Kriegsmarine.

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Pero no sé si era el olor a tertulia convencional o el color sepia de la decoración, ese color que te pone triste y aburrido nada más verlo. Un color sepia que era al fin y al cabo mucho mejor que el blanco y negro antiguo de las imágenes que vendían al por mayor en cualquier almacén de recuerdos y que eran reclamos para seguir vendiendo humo, un esplendoroso pasado, convencionalismos y poses desfasadas. Nada de eso quería seguir viendo ya. ¿Y por qué iba entonces cada noche?: porque era la piedra sacrificial donde podía poco a poco desentrañar ese misterio que una vez se cruzó en su vida, el templo donde abrir el pecho y oficiar de antiguo augur para poder examinar bien las vísceras.

El camarero le trajo lo de siempre. Un poco para ver si le encontraba un gusto diferente, más que para recordar el mismo. Esa persistencia sí que era una pose cinemátográfica, pero qué diablos, siempre quiso sentirse un poco tipo duro de buen corazón, un poco Bogart en el Café de Rick. “Tócala otra vez, Sam”, y todo eso, si es que ese todo no fuera aún más que una fantasía en la cabeza de un guionista que bebía Bourbon viendo chicas tostándose al sol en algún lugar de California.

Al rato se acercó el viejo poeta olvidado, que ganó gran prestigio en el 25 en una competición en su pequeña localidad bávara de origen. Ahora su fama venía de su bien contrastada habilidad para ganarse al asalto cada día su dosis etílica, y esa noche le había tocado a él. Qué le íbamos a hacer…

- “Buenas noches, ¿le importa que charlemos un poco?”

- “Sería un honor, Herr Schönenberg”


- “Me han dicho que tiene un paladar exquisito para deleitarse con ciertos autores. Yo siempre digo que a un hombre se le conoce por las lecturas, las mujeres y las bebidas que frecuenta. Y a fe mía que buen gusto tiene usted al menos en esto último. ¿Café irlandés, no? No hay nada como el whisky caliente para calentar el alma, ¿sabía que el nombre whisky deriva del gaélico escocés "uisge beatha" y del gaélico irlandés "uisce beathadh", que significa, en ambos casos, "agua de vida"?, ¡Ah, qué sabiduría encierran esas palabras!”

- “¿Le apetece uno, Herr Schönenberg?”

- “Siempre he sido un afrancesado. Mejor un Armagnac, un Château de Bordeneuve es apropiado para una noche tan fría”


Enseguida se encontró atrapado en una conversación diletante que no le atraía lo más mínimo. Por suerte Herr Schönenberg terminó su copa y empezó a mirar hacia otras mesas.

- “¿Y usted, joven, qué hace habitualmente?, le veo bastante absorto ahí casi siempre, en su rincón, como si el mundo no fuera con usted”

- “Intento resolver una de las ecuaciones más complejas de mi vida, pero sin que sepa siquiera si está bien planteada o si existe soluc…”

- “Le dejo entonces con sus problemas. Bastantes tengo ya…por cierto, dónde habré olvidado mi cartera, es curioso, vaya, qué cabeza, ja ja…”

- “No se preocupe, Herr Schönenberg, de su Armagnac me encargo yo hoy"

- “¡Se lo agradezco, mañana le invitaré yo!.”

- “Claro, Herr Schönenberg …”

- “Aunque…espere, tome esto, es uno de mis últimos trabajos. No quiero parecer inmodesto, pero hace años un original mío, qué digo, un simple garabato en una servilleta valía para pagar una cena en el mejor restaurante de Munich”

- “Gracias, Herr Schönenberg, me considero con ello más que pagado, en deuda con usted incluso“

- “Se lo recordaré mañana, joven, me ha caído simpático. ¡Adios!”


Se quedó mirando la tarjeta del hotel, donde en su reverso había unos versos escritos que no le apetecía lo más mínimo leer.

Por suerte apareció el grupo del Obersturmbannführer Zoepke. El tipo no era especialmente de su agrado, pero por una extraña razón le había caído simpático. Representaba en toda su jovialidad ese ideal de soldado feliz y despreocupado que había sido bendecido con la corona de la ausencia de dudas. Y por otra rara casualidad, también había caído él en gracia al ruidoso grupo que se acercaba. Posiblemente era el elemento exótico, un tanto extravagante, que se requería para que la juerga que tenían prevista estuviera completa esa noche.

Se encontró de repente inmerso en un carrusel de risas, buen vino y mejores mujeres. O mejor dicho, se vio inmerso en la trampa de la mirada de ella. Isabelle.

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Amaneció sobre la base de Lorient. La lluvia se llevó las últimas dudas de la noche. Se asomó un momento por la ventana y vio que estaba totalmente cubierto. Era un buen momento para partir.

Tras recoger sus efectos personales, se dirigió a Comandancia, donde arregló rápidamente todo lo que era preciso para que la nave se echara a la mar en dos horas. La tripulación ya estaba sobre aviso y aún tenía tiempo para tomar un café en el comedor de oficiales.

Cruzó de nuevo la base, sin hacer el menor intento de sortear los charcos. En muchos de ellos flotaba un aceite industrial que confería iridiscencias de aspecto irreal, a esa hora fronteriza en que aún no se habían apagado todas las luces de la base. En el bunker Keroman II se veía ya una actividad frenética, y una pequeña embarcación de escolta cruzó indolentemente la rada ocultando por un momento el puesto antiaéreo de la isla de Saint Michelle…

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Pidió un café bien cargado. Al otro extremo de la barra estaba un viejo camarada. Debía tener aún bien presentes en su cara los demonios de una infernal noche, pues éste se acercó y se dispuso a charlar con él. Le contó más o menos la misma historia de siempre, que su camarada ya conocía de cuando se la contó por primera vez.

- “No seas absurdo. Casi no me conoce”

- “¿Y eso qué importa? En el fondo, nunca conoces a los demás, incluso después de años”


Cuando acabó el último trago de su café, en el que no encontró lo que esperaba, se entristeció al pensar en lo que dejaba atrás. Nada, o casi nada. Poco más que lo que deja el agua del mar al retirarse de la playa, la casi imperceptible espuma que marca el borde de su huella mojada en la arena en ese territorio intermareal en que nada es ni lo uno ni lo otro. Con la diferencia de que el mar siempre vuelve, siempre, a la mañana siguiente, y él ni siquiera sabía si iba a volver.

Anhelaba depositar, en algo o en alguien, un recuerdo dulce y preciso, algo más lírico que lo que había pasado en realidad, y menos prosaico que lo tal vez intuyó ella que podía pasar. Pensó en todo lo que no sabía de ella, en lo que ella no sabía de él. La líquida intuición de lo perdido por nunca conocido. La certidumbre esa que sólo pasa una vez en la vida, en suma.

Supo que tenía al fin la solución. Finalmente consiguió resolver el desafío que ella le había propuesto.

Cogió su cartera. Se quedó mirando el papel sepia, de letra confusa y precipitada que Herr Schönenberg le había dado aquella noche de enero. En cuanto empezó a leer vio a las claras que ella sabría que eso no podía ser realmente suyo, pero qué más daba, en realidad, ¿no?:

Si hubiéramos sabido que el amor era eso
con instrucciones claras, con gráficos y esquicios
con precaución y tiento se nos hubiera ido
de las manos igual sin mucho estruendo

como se van los dientes de leche de la boca
como lleva la hormiga el pan al hormiguero
sin darnos casi cuenta sin pasar casi el tiempo
como nace una flor, por ejemplo, una rosa

si hubiéramos sabido que el amor era eso
no sería preciso mirando atrás usar
el tiempo subjuntivo del arrepentimiento

que es además pretérito y muy triste además
si hubiéramos sabido o si hubiéramos hecho
si hubiéramos si hubiésemos si habríamos.


A lo que añadió al final, ya con su letra:

Feliz Navidad, Isabelle

En el otro lado de la tarjeta escribió su ingenuo y esperanzado regalo:

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“La primera noche tras el fin de la guerra. Habitación 342. Leovigildo”.

Tuvo el tiempo justo para volver a ver a su camarada, y pedirle un último favor. Sabía que era un tipo con recursos e ingenio suficiente como para lograr que el día 25 de diciembre, en la habitación 342 del hotel Kaiserhof de Berlín, estuviera esperando el más esplendoroso ramo, acompañado de la tarjeta que había escrito.

Ahora sí, dio orden de soltar amarras, y a dos nudos el U-Boot puso proa hacia el Atlántico.

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Mientras salía del estuario y las primeras olas de mar abierto empezaban a cabecear la nave, palpó en su bolsillo la tarjeta que ella le había mandado. Demasiadas ganas condensadas de vivir, Dios, en ese bendito retablo femenino de piezas deliciosa y endiabladamente complejas. Deslizó cuidadosamente sus dedos entre los sinuosos desafíos que ofrecía… hasta lograr recomponer la imagen de ella. No fue fácil, pero esa complejidad era precisamente lo que más irresistible la volvía. Lo guardó con cuidado para que le acompañara el día de Navidad, más o menos 200 millas al sureste del cabo Farewell, si la suerte y los británicos así lo querían…

Feliz Navidad, 24 Flotilla. Que se hagan realidad vuestros sueños.
"La victoria es de los audaces"

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Sarg-Garcia
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Re: EL REGALO DE NAVIDAD

Bonjour, je m´appelle Isabelle.

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paraban
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Re: EL REGALO DE NAVIDAD

MAESTRAZOS
GOLFOS
Saludos "En llamas me he quedado"
Novich39
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Re: EL REGALO DE NAVIDAD

¡Gracias Leo!, electrizante relato. ::plas:

En verdad digo que la guerra agudiza los sentidos pero también los sentimientos de aquellos que se ven inmersos en ella. Quizá sea lo único bueno que tiene.

Un saludo. ::kaleun:
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