1947. EL Cielo se tiñó de rojo

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1947. EL Cielo se tiñó de rojo

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Por : José Antonio Aparicio Florido

Licenciado en Filología por la Universidad de Cádiz
Técnico especialista en informática de gestión
Postgrado universitario en Protección Civil y Emergencias por la Universidad Politécnica de Valencia
Capacitación en Protección Civil por la Escuela Nacional de Protección Civil
Coordinador de Formación en 112 Andalucía


El 18 de agosto de 1947 estalla, a las mismas puertas de la histórica ciudad de Cádiz, un polvorín militar donde se almacenaban unas 1.600 cargas explosivas pertenecientes a la Guerra Civil Española y a la Segunda Guerra Mundial, compuesto por cargas de profundidad, y, en su mayoría, minas submarinas. Salvo 491 de ellas, que por circunstancias no aclaradas, quedaron intactas y no explosionaron, las restantes reventaron prácticamente al unísono, provocando la mayor catástrofe gaditana de la que se conserva memoria después del maremoto de 1755. En ella perecieron 150 personas, resultaron heridos un número sin determinar pero que asciende sin lugar a dudas a más de 5.000 heridos y dejando decenas de mutilados.
Las bombas llegaron a Cádiz en el año 1943 procedentes de Cartagena y fueron estibadas en dos almacenes próximos entre sí en las instalaciones de la Base de Defensas Submarinas de la Armada, sede también del Instituto Hidrográfico de la Marina. Durante el traslado ya se observaba que el estado de las mismas era a todas luces preocupante, pues su aspecto exterior evidenciaba un gran deterioro, con pérdida de materia y exudación. El peligro que suponían era tan palpable que no existía un arsenal lo suficientemente amplio y seguro donde guardarlas.

Como mal menor se decidió su traslado desde el puerto de Cartagena hasta Cádiz, donde debían aguardar a la adecuación de unos terrenos adquiridos en la Sierra de San Cristóbal, que era una zona de cuevas artificiales originadas por prospecciones mineras situada en Jerez de la Frontera. Ese lugar se llamaba "Rancho de la Bola". Pero durante su permanencia "provisional" en un lugar como Cádiz, que no reunía condiciones para tal fin, y que se prolongó durante cinco años aconteció la tragedia.

A las diez menos cuarto de aquella fatídica noche del 18 de agosto de 1947, una deflagración provocada por unas 200 toneladas de trilita tiñó el cielo de rojo intenso, ensordeció y aterrorizó a la población, destruyó todos los cristales de las casas y asoló zonas densamente pobladas, causando la muerte de un centenar y medio de habitantes, decenas de mutilados y miles de heridos de diversa consideración. Para que nos hagamos una idea del alcance de la catástrofe, la explosión de Cádiz fue equivalente a la de diez mil coches bomba, lo que nos puede ayudar a imaginar los efectos, la impresión que provocó y el alcance de los daños.

La onda expansiva impactó de una forma directa y extremadamente violenta contra los barrios próximos de San Severiano, la Barriada España y Bahía Blanca, destruyendo además por completo los Astilleros de Echevarrieta y Larrinaga y el Hogar del Niño Jesús, donde las Hermanas de la Caridad cuidaban a decenas de niños asilados y expósitos, muchos de ellos huérfanos de padre y madre. Tras ellos, toda la ciudad sucumbió al estruendo.

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Por entonces, la población de Cádiz ascendía a unos cien mil habitantes residentes en su mayoría en el casco antiguo de la localidad, separados del extrarradio, donde se originó la explosión, por una muralla ciclópea (en 1947 disponía de un solo vano) que afortunadamente pudo amortiguar el empuje de la onda, evitando así que los daños y las víctimas fueran mayores. El vergonzoso suceso cogió a todos por sorpresa aunque después se alzaron muchas voces, como suele ocurrir, vaticinando de manera tardía lo que acababa de acontecer. El propio alcalde, Francisco Sánchez Cossío, ignoraba la existencia del polvorín ubicado a unos quinientos metros de su Ayuntamiento, lo cual no deja de ser increíble no sólo por su cercanía, sino por cuanto su antecesor en el cargo, Fernando de Abarzuza y Oliva, presidente del consistorio entre 1940 y 1942, sí tenía constancia de la existencia del depósito de minas, habiendo incluso intentado por parte de las autoridades militares que lo trasladasen a otro lugar más apropiado.


La deflagración de 1.600 cargas de profundidad y minas submarinas en el Almacén Nº 1 de la Base de Defensas Submarinas de Cádiz produjo un enorme hongo de humo y polvo, seguido de un enrojecimiento del cielo visible desde toda la Bahía de Cádiz, Huelva y algunos pueblos de Sevilla, y cuyo ruido atronador fue oído hasta en la propia capital andaluza. El fogonazo fue tan espectacular que pudo ser contemplado incluso desde el acuartelamiento militar español ubicado en Monte Hacho (Ceuta).

De inmediato se fue la luz en toda la ciudad, enmudecieron las líneas telefónicas y se produjo el corte en el suministro de agua por daños en la tubería general de abastecimiento. Se sumaban por tanto a la desgracia la incomunicación con el exterior, la falta de visibilidad para las labores de socorro, la carencia de agua para apagar los numerosos incendios que devastaban los astilleros y los alrededores de la base militar y la descoordinación de quienes, evidentemente, no estaban preparados para una emergencia de tal envergadura. Todo cuanto acontece después es fruto de la mera improvisación y la intuición ya que en 1947 no existía planificación alguna ante grandes catástrofes en materia de Protección Civil, entonces denominada “Defensa Pasiva”. Por ello se aplicaron procedimientos militares, dirigidos y aplicados por autoridades militares, empleando grupos de acción militar y con una intervención militar plena en todos los ámbitos de la emergencia.


El enorme estruendo provocado por la deflagración movilizó inmediatamente a las autoridades militares, mandos intermedios y marinería del acuartelamiento afectado, que en ese momento se encontraban fuera de la instalación. La reacción espontánea e intuitiva de dirigirse todos al punto donde se originó la explosión evitó que el nivel de destrucción hubiera sido mucho mayor.


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Pero la acción verdaderamente más memorable de la noche se debió a la actitud heroica de un militar de rango a cargo de una improvisada tropa de marineros de reemplazo que, a riesgo de sus vidas, evitaron la explosión del Almacén de Minas Nº 2 que, recordemos, no llegó a estallar, pues sólo lo hizo el primero. En dicho almacén, que albergaba unas 98.000 toneladas de trinitrotolueno (TNT), se había declarado un incendio cuyas llamas tocaban a una hilera de minas submarinas que suponían riesgo de una segunda explosión. El entonces Capitán de Corbeta Pascual Pery Junquera junto a un reducido grupo de marineros consiguió extinguir ese incendio empleando para ello los propios escombros y la tierra en que se habían convertido las instalaciones militares. El hecho fue providencial, aunque su importancia se fue diluyendo con el tiempo ante la gravedad de semejante acontecimiento y la prioridad del Estado español de acallar el asunto y minimizar su importancia por cuanto suponía de descrédito para el gobierno y el ejército.

Mientras Pery se batía con el incendio, por las calles de Cádiz se iban voceando instrucciones a la población para que ésta, abandonando sus casas, se dirigiera hacia las playas cercanas ante la posibilidad de una segunda explosión que nunca tuvo lugar.

Por último, y con el fin de asegurar el perímetro, voluntarios de casi todas partes colaboraron para desplazar un vagón de tren cargado de explosivos que estaba parado sobre las vías de la terminal de la estación en plena zona de riesgo. A pesar de las dimensiones y del peso del transporte y de la carga, consiguieron empujarlo con sus propias manos unos 400 ó 500 metros de donde se hallaba, para dejarlo en una zona segura.

Poco antes de medianoche se había logrado conjurar el peligro y de forma inmediata comenzaron las labores de socorro.


Sin los medios adecuados, sin coordinación, sin suministro de agua, luz ni teléfono, pero contando con una marea de voluntarios civiles y con el ímpetu de la solidaridad (que no sólo es cosa de hoy), comienzan los trabajos de rescate y asistencia a las víctimas. Con la ayuda de los brazos se empiezan a desescombrar los edificios colapsados, partiendo desde la Base Naval hacia el exterior, con especial prioridad hacia el Hogar del Niño Jesús. Los primeros auxilios sanitarios son coordinados por el Coronel Médico Ernesto Fernández. Hay cadáveres bajo los cascotes de todos los edificios y los heridos se van multiplicando.

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Mientras por un lado se presta la ayuda sanitaria con prontitud, los bomberos tardan en llegar una hora al área del siniestro, teniéndose que emplear el agua de unos pozos existentes en Bahía Blanca. Los barcos de guerra surtos en el muelle, que ante la incertidumbre habían encendido motores para salir a alta mar (recordando tal vez el ataque a Peral Harbour), recibieron nuevas instrucciones y se aprestaron a ayudar orientando sus potentes reflectores hacia el lugar de la explosión.

Al no poder contar durante las primeras horas con energía eléctrica, resultó imposible transmitir ayuda a los municipios cercanos. Sólo gracias a una radio galena propiedad de Transradio Española se pudo oír desde Jerez la dramática petición de ayuda efectuada a las costeras. Fuerzas militares de Cádiz y San Fernando se fueron incorporando durante la noche y el día siguiente.

Las autoridades civiles tras los primeros momentos de desconcierto también comienzan a reaccionar. El alcalde, Francisco Sánchez Cossío, se desplaza hasta el Ayuntamiento y se establece allí un Puesto de Mando improvisado, convocando a todas las autoridades civiles y militares y a los cuerpos de seguridad. Como medidas urgentes se dispusieron guardias armados por varios puntos de la ciudad para evitar el pillaje, que no sólo se produjo sino que conllevó alguna que otra detención; de hecho hasta vinieron cacos de Jerez y Sevilla para saquear los restos de la explosión, principalmente en las casas de la clase social más elevada. Hubo incluso quien se llevó camiones enteros con piezas de mármol y tuberías de plomo de los lujosos chalets de San Severiano y Bahía Blanca.



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Los heridos comenzaron a llegar a los hospitales por centenares y a los pocos días las cifras de los atendidos superaban los cinco mil. El Hospital de San Juan de Dios se convirtió, por su proximidad al lugar del suceso, en hospital de referencia y recepción de los primeros heridos, que lo colapsaron prácticamente de inmediato. De ahí que empezaran a derivarse al Hospital de Mora, al Hospital Militar de la Plaza de Fragela y más tarde a los hospitales de San Fernando. El Hospital de San Juan de Dios atendió durante todo el episodio unos 2.500 heridos, lo mismo que el Hospital de Mora, mientras que el Hospital Militar atendió a 300.

En el tiempo en que Cádiz se mantuvo sin luz eléctrica, los médicos se alumbraban con velas y otros medios alternativos durante las intervenciones quirúrgicas. Ante la avalancha de heridos y las profusas hemorragias que presentaban algunos se agotaron las reservas de sangre y las vendas. Algunos médicos, entre ellos Venancio González, Jacinto Maqueda Domínguez, Joaquín Flores y Salvador Ramírez, cuya labor no ha sido hasta hoy lo suficientemente reconocida, trabajaron sin descanso durante cinco días y terminaron agotados y exhaustos. Hay quien, como el doctor Salvador Ramírez, practicó amputaciones sin los medios asépticos aceptables, pero salvando muchas vidas gracias a su experiencia y su denodado esfuerzo. Pero no sólo hay que agradecerles a estos profesionales la dedicación y la profesionalidad que demostraron durante la tragedia sino también la labor de investigación que luego desarrollaron tras analizar los singulares casos que se produjeron en algunos pacientes, como secuelas físicas o psicológicas derivadas de la explosión. Nos remitimos por ejemplo al impresionante trabajo de Fernando Muñoz Ferrer, "Patología de la mujer gaditana durante la catástrofe".


José Pettenghi era en 1947 alférez del ejército de tierra cuando en la mañana del día 19 de agosto observó a un hombre que sollozaba tumbado en el suelo de la Carretera Industrial frente a una piedra de gran volumen que aprisionaba el cadáver de la esposa de aquel hombre; sólo pudo consolarlo con palabras ante la carencia de medios para poder liberar aquel cuerpo. Relatos como éste forman parte de un extenso anecdotario de la debacle.

El rescate de las víctimas mortales fue, en numerosos casos como éste, verdaderamente sobrecogedor. En el Hogar del Niño Jesús, donde la catástrofe sorprendió durmiendo a las Hermanas de la Caridad y a los niños de corta edad que se hallaban en ese orfanato en calidad de asilados o expósitos, se extrajeron numerosos cuerpos desfigurados y aplastados, casi irreconocibles. Cincuenta años después del suceso aún se oían relatos de supervivientes que formaron parte de los equipos de rescate, narrando cómo algunos compañeros casi se juegan su propia vida para rescatar de entre los escombros los restos de aquellos niños.

A medida que iban siendo desenterrados, todos los cadáveres fueron trasladados hasta el cementerio de San José, donde se acumulaban en salas carentes de cámaras frigoríficas y donde permanecieron en muchos casos durante dos o tres días, depositados sobre mesas o sobre el suelo. Por allí pasaron numerosos familiares de las víctimas y de personas que creían desaparecidas para reconocer e identificar sus cuerpos. A medida que la identificación resultaba positiva se iban inhumando de forma inmediata, quedando constancia fehaciente tanto en el libro de enterramientos como en las actas que a la sazón instruía el Juez del Juzgado de Instrucción de Cádiz.

Los cuerpos que no habían podido ser reconocidos por sus familiares, el caso mayoritario de los niños de la Casa Cuna por carecer de ellos, tuvieron que ser inhumados sin identificar. No obstante, antes de proceder a ello, las autoridades encomendaron a cuatro fotógrafos de la ciudad, como a Antonio González, que tenía un comercio en la calle Barrié, retratar todos los cadáveres no identificados. De cada uno de ellos se hicieron tres copias: una de ellas se adjuntaba al expediente de la causa civil abierta por el juez, la segunda se exponía públicamente para su identificación y la tercera se guardaba con el cuerpo.




La Explosión del almacén de minas de Cádiz provocó numerosos y cuantiosos daños materiales en edificios públicos, instalaciones fabriles y viviendas. En la zona de extramuros de la ciudad, la más próxima al lugar del siniestro, 40 edificios resultaron dañados de diversa consideración y 174 presentaron daños estructurales; en intramuros no se produjo el colapso total de ningún edificio pero, sin embargo, se vieron afectados unos 2.134 edificios y 36 más sufrieron daños en su estructura. Cientos de personas se quedaron sin vivienda y hubieron de ser instalados en campamentos provisionales de refugiados, compuestos por tiendas de campaña cedidas y levantadas por el ejército. Más adelante, estos campamentos serían sustituidos por grupos de barracones de madera, también provisionales y diseminados por varios barrios de la ciudad, que, en la mayoría de los casos, estuvieron ocupados durante años, mucho más allá de lo garantizado por el Gobierno, hasta que se construyeron nuevas viviendas que fueron edificadas cerca de las destruidas.

También quedaron arrasadas y derruidas las principales industrias de la localidad como Gas Lebón y los Astilleros de Echevarrieta y Larrinaga. Las instalaciones militares de la Armada emplazadas en el barrio de San Severiano, origen de la deflagración, también resultaron arrasadas y otros cuarteles militares como los de la infantería, en el cercano barrio de San José, recibieron importantes daños causados por la onda expansiva.

Los establecimientos públicos y privados también sucumbieron a la catástrofe. El Sanatorio Madre de Dios, la clínica del doctor Sicre, la Iglesia de San Severiano (que precisamente estaba siendo edificada), los consulados de Brasil y Colombia, y el Hogar del Niño Jesús, conocido popularmente como la Casa Cuna, entre otros, quedaron reducidos a polvo y escombros aunque parcialmente en pie, lo que logró salvaguardar milagrosamente muchas vidas humanas. El poder destructivo fue tan grande que a la mañana del día siguiente se dieron anécdotas tan grabadas como la de un niño que salió corriendo por las calles de extramuros gritando "¡Ha quedao er Cristo!", al ver que la imagen de un crucifijo había quedado colgado en una de las pocas paredes que se mantenían en pie en la escuela número 3 de San Severiano, donde había perecido su director. Hasta las puertas de la Catedral, en pleno corazón del casco antiguo, se doblaron hacia dentro, como si fueran planchas de cartón, ante el empuje de la onda, y quedaron descolgadas de sus bisagras y con las hojas abatidas.
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Por otro lado, las infraestructuras quedaron muy maltrechas, interrumpiéndose todos los suministros básicos y las comunicaciones a excepción del tráfico por carretera hacia el exterior de la ciudad. Los raíles de la vía férrea desaparecieron en un tramo a la altura de la Base de Defensas Submarinas; el tendido eléctrico sufrió pérdidas de postes, que literalmente salieron volando, y el corte de la línea principal en la carretera industrial, lo que produjo un apagón general. La red de suministro de agua reventó, dejando sin abastecimiento a toda la población y lo mismo ocurrió con las líneas telefónicas.

Todos estos servicios de primera necesidad fueron restableciéndose poco a poco. El que más tardó en reponerse fue el agua, teniéndose que emplear durante días barcos aljibe que procedían de Algeciras y Huelva.

Otra necesidad básica que había que cubrir de inmediato era la alimentación de la población afectada que se había quedado sin sus casas y sin medios para vivir y subsistir, casi sin ropa, sin comida y sin alojamiento. Además de la instalación de campamentos del ejército, Auxilio Social abrió las puertas de sus comedores de beneficencia a los damnificados por la catástrofe, de los que se hizo cargo durante largo tiempo. También instalaron otras cocinas al aire libre en las proximidades de esos campamentos, instalados casi en medio de las ruinas.

La Dirección General de Regiones Devastadas se encargó de la reconstrucción de los barrios destruidos y de la construcción de nuevas viviendas para quienes se habían quedado sin hogar. También se haría cargo de la reparación de los edificios públicos y de la construcción de nuevas escuelas. Por desgracia, el ambicioso proyecto de Regiones Devastadas, que había abierto grandes expectativas luego frustradas, quedó en lo más básico y fundamental.

Al margen de la labor estatal emprendida en beneficio de los más desfavorecidos por la explosión se ejerció la puramente solidaria, filantrópica y altruista, coordinada por la Comisión Pro-Damnificados de la Catástrofe. Esta comisión, creada por el reputado General Carlos María de Valcárcel, Gobernador Civil de Cádiz, se encargaría de la recepción y entrega de las ayudas económicas aportadas por personalidades, entidades y ciudadanos de toda clase y condición para quienes habían perdido algo o a alguien en la tragedia, desde Evita Perón hasta el sindicato vertical de limpiabotas de Cádiz, presidido por Juan Aparicio Ramos.


Se afirma que nunca hubo un verdadero interés en aclarar el suceso y que el proceso de investigación se ralentizó y silenció todo lo posible, hasta la publicación de unas conclusiones finales que no satisficieron a nadie: los investigadores de la catástrofe concluyeron que la explosión del almacén de minas Nº 1 ubicado en la Base de Defensas Submarinas de Cádiz se produjo por causas no determinadas aunque ajenas a los explosivos. Este proceso dio lugar al sobreseimiento provisional de la causa, que a la postre sería definitivo, al no estimarse comisión de delito alguno.

A pesar de estas conclusiones, en la calle las versiones eran de muy distinta índole. Algunos achacaban la explosión al mal estado de las minas y las ínfimas condiciones del polvorín, motivo más que probable de la explosión. Sin embargo, otras opiniones vertidas según parece por el bando opositor al régimen hablaban de unos experimentos secretos que técnicos nazis estarían llevando a cabo supuestamente en los laboratorios de los Astilleros de Echevarrieta y Larrinaga, donde se habría producido la explosión. En el lado contrario, los leales al gobierno proponían que se habría tratado de un sabotaje causado por un comando terrorista formado por elementos opuestos al régimen y que, aprovechando la noche, habría accedido hasta el arsenal dejando allí colocado un sistema de detonación retardada. La justicia militar no indagó en esta hipótesis porque de hacerlo supondría aceptar la fragilidad del sistema de seguridad de todo un país y la alta vulnerabilidad de sus polvorines.


Si alguien está interesado en saber más :wink: Utilizar los canales de comunicación adecuados.


Saludos.
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Re: 1947. EL Cielo se tiñó de rojo

Conocia y e leido lo que e podido sobre este episodio, practicamente es desconocido por la mayor parte de los Españoles.
Si se dieran a conocer encuestas sobre este acontecimiento nos dariamos cuenta de lo poco o nada que nos interesa la historia de nuestro pais, exceptuando los kaleuns de la 24 :) y algun otro foro ...
Es cierto que en esos años se intento ocultar el alcanze del desastre pero no quita para que los curiosos indaguemos mas en estos pasajes de la historia, gracias por recordarnoslo comandante.
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